El recital


El siguiente relato es de la casa


El recital



Primero me presentaré. Me llamo Román y soy profesor de Informática aplicada a la salvaguarda del ecosistema en un centro de Formación Profesional de Barcelona. Lo que hoy quiero relatar es, ni más ni menos, una gran metedura de pata que cometí hace año y medio y que cambió mi vida por completo y para siempre.

Hace algún tiempo leí una historia de Isaac Asimov en la que a una joven soprano se le concedía el deseo de tener, por una noche y por un solo recital, una ejecución perfecta de la voz. La joven, aquella noche, cantó como los ángeles, pero a partir de entonces su vida se desmoronó, porque ya había tocado el cielo y nunca más podría volver a alcanzar semejante perfección. Poco tiempo después acababa renunciando a su pasión. Su mayor deseo, una vez cumplido, se había vuelto en su contra. Sin embargo, no fue la única perjudicada. Todas las personas que acudieron a la ópera aquella noche pudieron escuchar por primera y única vez en sus vidas el sonido perfecto, la sublimación, y a partir de entonces fueron incapaces de disfrutar de la ópera, de la música en general o de, oh cielos, una agradable conversación. Todo era ruido en comparación.

Bien. Más o menos así me siento yo a día de hoy, por culpa de lo que paso a relatarles a continuación.


El año pasado se dio una coincidencia que nunca había ocurrido en mi centro. En Marzo salieron los cursos para adultos (los nuestros se ofrecen sólo a los parados); el que yo imparto tiene muy poca demanda y suelo contar con entre diez y quince alumnos de ambos sexos, con edades generalmente comprendidas entre los 18 y los 30 años. Se conceden las plazas a los primeros interesados, porque suelen ser los únicos interesados. Pero, por primera vez en los diez años que llevaba impartiendo el curso, tuvimos cerca de setenta demandantes. Sólo pude dar el sí a veinticinco, y como llevábamos retraso y no me daba tiempo a entrevistar a los setenta acepté a los 25 primeros en rellenar la solicitud. Y de nuevo la providencia: por primera vez en diez años, todos mis alumnos eran hombres. Quizá un profesor normal y corriente no se hubiera fijado en el detalle, pero a éste que les habla le pirran las pollas gordas y el día que entraron los veinticinco maromos en clase se me hizo la boca agua. Además, soy muy sexual, siempre ando excitado y necesito masturbarme un mínimo de tres veces diarias, por lo que estar rodeado de tanto macho me hacía estar todo el día más salido que el pico de una plancha.

Durante las primeras clases fui haciéndome una clasificación mental del ganado, quién podía ser gay, quién bisex, quién me ponía más cachondo, quién tenía el mejor paquete, el más guapo, el más sexy, el más joven, el más maduro, el seductor, el bruto, y así hasta el infinito. Mi fantasía era que un alumno me follara sobre mi mesa. Eso solía ocurrir una vez cada año, a final de curso, y seguía excitándome igual que la primera vez, aunque ocurriera siempre casi exactamente como el año anterior.

Llega un momento en cada curso, antes del examen, en que les pido a mis alumnos el correo electrónico para poder mandarles las notas en cuanto lo corrijo. En ese momento ya tengo clasificado todo el ganado y sé de qué pie cojea cada cual. Y en esta ocasión, como en las anteriores, ya había decidido qué alumno me follaría sobre la mesa. La ecuación este año era más fácil de realizar porque había más alumnos, y todos hombres. Yo le había echado el ojo a Pedro, un chico de 22 añetes, alto, guapete, musculoso sin pasarse y homosexual (lo sabía por las miradas que me echaba de reojo, porque siempre giraba la cabeza para observarme el paquetón cuando me paseaba entre los ordenadores y porque mi vecino de abajo, una locaza con quien ceno de vez en cuando, lo había visto en una discoteca de ambiente liándose con cuatro tíos a la vez un viernes por la noche).

Esta vez, como en años anteriores, le escribí a mi presa folladora un e-mail caliente. Venía a ser algo así:

“He notado cómo me miras el paquete. Si quieres puedo dejar que juegues con mi polla de 21 centímetros, tan gorda que no te cabrá en la boca, y con mis cojones sudados, si a cambio me empalas luego encima de la mesa. Ven esta noche a las ocho.

Tu profesor.”

A las siete de la tarde mis compañeros se van a casa, y yo me quedo con la excusa de corregir los exámenes, aunque en realidad desde hace cuatro años se corrigen solos.

Durante esa hora me dediqué a poner condones en sitios estratégicos, por si el mozo resultaba tener iniciativa y decidía follarme encima de un pupitre o contra la pizarra, y botes de crema lubrificante, por si le había medido mal el vergajo con mi ojo de buen cubero y resultaba tener un diez de bastos monstruoso. Después me hice una paja excitadísimo de anticipación, pero sin llegar a correrme.

A las siete y cincuenta y tres minutos llamaron a la puerta.

- Pasa –dije, poniéndome de pie con la polla en la mano para recibirle como se merecía.


La puerta se abrió y tuve que dar un salto para volver a ocultarme tras mi mesa. No era Pedro, sino Jaime, un chico bajito, callado y hetero que se solía sentar en la última fila y en el que me había fijado bastante poco.

- Los exámenes aún no están corregidos –le dije, tratando de parecer natural.
- No vengo por los exámenes –contestó, bajándose los pantalones y sacando un hermoso y grueso miembro totalmente empalmado acompañado de unas bolas medianas y muy peludas.


Comprendí en ese preciso instante que había confundido la dirección de correo electrónico de Pedro con la de aquel chico, pero me abstuve de decir nada. Aquello era una sorpresa pero no hacía peligrar mi fantasía, sino todo lo contrario. Un chico, a todas luces heterosexual, había decidido aceptar la invitación de follarse a su profe de informática sobre la mesa. Sin mediar más palabras me acerqué a aquel mástil, que desprendía un olor fuerte que me excitó sobremanera, y lo cogí con la mano derecha. Tenía el mismo grosor que el mío pero no era tan largo. Aún así el muchacho estaba bien servido, y sentí unas cosquillas “anticipotorias” en el ano. Jaime me metió las manos bajo el jersey y la camiseta, y me buscó las tetillas, empezando a ponérmelas duras con unos dedos que resultaron ser más expertos de lo que yo esperaba. Aquello me puso la polla a mil y empecé a pegarle golpes a su verga con la mía como si estuviéramos practicando esgrima.

La puerta se había quedado entreabierta y de pronto una cabeza asomó por ella.

- ¿Se puede? –era Agustín, otro alumno, de treinta y seis años, moreno, muy ancho de espaldas y con los ojos de un verde imposible. –Vaya, así que vamos a ser tres.

Vino hasta nosotros, me bajó los pantalones hasta los tobillos y directamente se llenó los dedos de saliva y me los restregó por la raja del culo. Yo no entendía qué había pasado. ¿Le habría dado a reenviar sin querer? ¿Acaso había mandado el mail a toda la clase? En realidad las dudas me duraron poco porque entre lo que me hacía Agustín en el culo y lo que me hacía Jaime con las tetillas mi cerebro se fue de paseo.

Agustín tardó menos de un minuto en quedarse completamente desnudo. Pegó su nada despreciable empuñadura a las nuestras y se unió a la clase de esgrima mientras se llenaba la otra mano de saliva y también empezaba a trabajarle el culo a Jaime, que me había quitado el jersey y la camisa y me chupeteaba los pezones a placer. Yo con una mano acariciaba el compacto pecho de Jaime (el bajito) y con la otra les sobaba los cojones a los dos.

La puerta entornada se abrió de nuevo y entraron otros dos alumnos, aunque ninguno de ellos Pedro, y agradablemente sorprendidos no tardaron en participar de la orgía que nos estábamos montando. Las sillas empezaron a llenarse de chaquetas, las mesas de camisas y pantalones y los monitores de los ordenadores de calzoncillos, como si mis chicos estuvieran poniendo una bandera en terreno conquistado. Cinco minutos más tarde ya éramos diez, aunque Pedro seguía sin aparecer.

Mateo me levantó como si no pesara nada, Joan quitó todos los trastos de mi mesa de una barrida con el brazo, Jaime encontró condones y empezó a repartir, Agustín esperó a que Mateo me dejara boca arriba sobre mi mesa para acabar de quitarme toda la ropa. Antonio se había liado a comerle la boca a Ángel, y Carlos, un alumno uruguayo, se pajeaba cerca de mi cara mientras observaba atentamente qué me iban haciendo. Y había otros dos que quedaban fuera de mi campo visual y por la puerta seguía entrando gente. Pero ninguno era Pedro.

Que le den a Pedro –pensé, mientras seis manos me abrían el culo a la vez y los dedos de alguien me llenaban el ano de crema.

Alguien, no sé quien, empezó a organizar turnos para follarse la boca del profesor, de tal modo que cuando uno se cansaba de meterme polla hasta la garganta se iba a mi trasero y me enculaba salvajemente, y otro ocupaba por delante su lugar, mientras los demás esperaban su turno masturbándose entre sí o haciendo corrillos de mamadas. Pero sin lugar a dudas yo era el centro de atención. Llegó un momento en que tenía tantas manos encima que si hubieran sacado una foto desde arriba yo no hubiera salido en ella.

Alguien muy bien armado me estacó con todas sus fuerzas, me llenó el ojete de carne dura y empezó un metisaca brutal. Pensé que era mi momento. Estaba en plena fantasía, pero no estaba siendo follado por uno, sino por quince. Aquello era insuperable. Me dejé ir y me corrí abundantemente pero nadie se dio cuenta y siguieron llenando mis manos de vergas deseando que las masturbara, mi boca recibiendo pollazos de dos en dos y mi culo que parecía que me lo atravesaban por orden del tamaño de sus miembros, ya que sentía que cada nueva polla me lo abría un poco más y me llegaba más profundo.

Una boca consiguió colarse hasta mi verga y me empezó a hacer una fabulosa mamada. No tardé en correrme por segunda vez y tampoco ésta perdí la erección. Entonces los demás también empezaron a correrse, y fue como una bola de nieve rodando por una ladera. En cuanto uno eyaculó en mi boca y los demás vieron como me caía un reguero de semen por la comisura de los labios, los demás aceleraron sus pajotes, sus mamadas y sus embestidas y de repente todo el mundo se corría en mi cara y en mi culo, en mi pecho, en mis manos, en mi frente y en mi pelo, y cuando el último se corría, el primero ya me estaba dando otra vez por el culo, y los demás tomando posiciones. El semen se me escurría por todos lados y por la puerta aún seguía entrando gente.

Pedro fue el único que no apareció aquella noche (menuda vista la mía) y desde entonces ya no he vuelto a sentir lo que sentí aquel día, el día en que di el mejor recital de mi vida.





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