Desdeñoso Marqués
Título: Desdeñoso Marqués
Autor: José
El espejo traído desde Venecia reflejaba la imagen de mi cuerpo entero y desnudo. Implacable juez de mi belleza, recurría a él en todas las oportunidades en que me encontraba ante difíciles decisiones. Nunca como la de este momento.
Acababa de tomar mi baño semanal, cosa rara en París. A mi espalda pude divisar la imagen de la tina aun humeante; un suave lienzo de lino había secado mi cuerpo y llegaba el turno de mi abundante y rizado pelo. Me estudiaba sin perder detalle, escudriñaba cualquier defecto posible o la más mínima dificultad o falta de elegancia en mis movimientos, dejé caer el lienzo, con ambas manos acaricié el contorno de mi cuerpo, mi garganta, mi pecho, mi cintura, mis caderas, descendí a mis piernas, lo que más placer me daba, acaricié la suave y tupida pelambre cobertura de los deliciosos y fuertes músculos que la cotidiana práctica de la esgrima habían desarrollado. La moda parisina se había enloquecido ya que indicaba como más bellos, los cuerpos lampiños. No la había acatado, en cambio todos los hombres de mi categoría se sometían a dolorosas y absurdas sesiones de depilación a pura pinza. Yo debía ser uno de los pocos que no lo había hecho, mi pecho y mis brazos lucían tan naturales como los fui cuidando. El tiempo me dio la razón, pronto fue muy claro que no depilarme le daba a mis desnudos un tremendo valor erótico. Levanté mi cabeza, escudriñé mi cuello y mi cara implacablemente en busca de una arruga y aliviado no encontré ninguna.
Conclusión: a los veinticinco años, yo Claude, Marqués de La Valliere, seguía siendo el hombre más hermoso de París y en consecuencia del mundo entero.
Giré y me puse de perfil dejando bien en evidencia mi abultada genitalidad, con una mano sopesé los testículos, con la otra empuñé el grueso trozo de carne sexuada que surgía en el medio, comencé a excitarme, la erección comenzaba mientras mi mano sin intenciones de masturbarme dejaba en evidencia una redonda y generosa cabeza; acaricié los gruesos pelos del pubis que prestaban un singular marco a mi principal arma de guerra.
Suspiré, no solo era hermoso sino increíblemente sexual y seductor. Si yo mismo me levantaba temperatura, los demás deberían quedar consumidos por el deseo.
Sin embargo… sonreí al espejo, -Marquesito no te queda ni un cobre en tu bolsa, podrás arañar diez luises de oro y la fortuna de los La Valliere se habría terminado-. Seguí mi inspección atentamente y continué, - por eso lo que suceda esta noche es decisivo-.
Rápidamente repasé mi último año y la inversión de dinero. Había viajado por toda Europa buscando un amante que me mantuviera, la homosexualidad era una forma de vida cómoda y por demás agradable, si uno encontraba el hombre rico, enamoradizo, con deseos suficientes de divertirse y olvidarse de los dramas que significaban una esposa rezongona o unos hijos exigentes; yo era bueno para provocar esos olvidos.
En Londres las modas impuestas por un rey criado en Alemania habían sumido a los Lores ingleses en el más aburrido de los dramas cotidianos, se calentaban como cualquier humano pero, la ponían con una lentitud exasperante, cuando rozaban el agujero ya era la hora de dormir. Cuando permitían el acceso a sus educados culos se quedaban absolutamente inmóviles y eyaculaban en disimulados suspiros. Las mamadas mutuas no existían y los besos a los respectivos penes eran distraídos y evanescentes. Los criados ingleses salvaron el honor de sus patrones.
Huí a San Petesburgo, me encontré con un clima masculino e intenso, los grades duques cultivaban el machismo a todo trance. La moda homosexual no había llegado a Rusia y si bien nadie decía que no a una buena encamada de noche, de día cazar y tirar al blanco eran la actividad obligada. Los rusos son muy intensos, comen el doble, se emborrachan el doble, bailan el doble y su actividad sexual es también el doble, dos días con un amante ruso que encima no habla francés pueden llegar a ser agotadores. Después del tercer gran duque tuve que descansar una semana. Además debido a los problemas que arrastran con Francia la Zarina me admitió en la corte un mes después de mi llegada, algo inaceptable para mi rango. El frío era insoportable y miserables chimeneas calentaban los palacios imperiales. El gran descubrimiento fueron los mujiks, maravillosos campesinos que luego de la primera mirada se bajaban los pantalones y sin preguntar la metían hasta el fondo con poética intensidad.
Crucé Europa y me introduje en la alegre Madrid, el clima Borbón era agradable y distendido, el rey me recibió en la corte en cuanto llegué pero pronto se hizo evidente que había arribado un competidor, mis colegas españoles se encontraban todos a la búsqueda de un grande de España, con fortuna y tierras en el nuevo mundo. Los, toreros gran novedad del país, morenos y elegantes fueron el fuego que combatió mi fuego hasta que decidí viajar a Roma.
EL Vaticano pudo haber sido mi punto de llegada. Roma gracias a la ultima decisión papal jugaba a una eterna tómbola resucitada milagrosamente con el nombre de Loto Hoy se podía ser pobre, al día siguiente millonario y las arcas eclesiales rebosaban de oro. Al tercer día se me informo que el Cardenal Secretario de Estado me recibiría. Agradable y bien parecido el príncipe de la Iglesia me invitó a visitar la Capilla Sixtina; mientras mirábamos los frescos de Miguel Ángel su mano se aplastó en mi culo y después de varios meses de pequeñeces pude decir tengo un pija entremanos. El habito de Su Eminencia fue una intriga palpable hasta que llegamos a los jardines vaticanos. Tras de un árbol el Cardenal mordió el ruedo púrpura entre sus dientes, se bajo los pantalones y suspirando en italiano y latín se dedico al juego más antiguo de la humanidad ponerla y sacarla. Su Santidad Clemente XII me recibió en audiencia especial dándole importancia a mi alcurnia, en el papa se notaba la gallardía de los príncipes Corsini. Alterné las visitas al Cardenal Secretario de Estado con excursiones a las cercanías de Roma donde las comidas eran seguidas por fogosos intercambios sexuales con miembros del clero de gran importancia. Una noche conocí al capitán de la Guardia Suiza, terminamos en los aposentos del cuartel, luego de una maravillosa encamada y de manera inocente pregunté por sus soldados, el capitán entendió. ¡Los italianos entienden todo! Agitó una campanilla y comenzaron a entrar bellísimos uniformados; en una noche interminable abusaron con fuerza, destreza y pasión mi anhelante culo realizando así una fantasía de mi adolescencia, que el ejercito francés me rompiera el agujero, lastima que ya quedaba muy poco para destrozar. Fue inolvidable, ¡¡cuando salí del cuartel apenas podía caminar!! A los cinco meses de despreocupada vida vaticana se me ofreció trabajo junto con el titulo de arzobispo de una región de África, deberla ayudar al esforzado Cardenal. Mi problema fue que olvidado del latín deletreado de chico, no pensaba aprender de nuevo y desde luego no quería trabajar sino ser mantenido, idea que mi enamorado cardenal reprobaba. Decidí volver a París.
Regrese al espejo, los guardias suizos me hicieron recordar que mi investigación no había terminado, me puse de espaldas, me incliné, mire entre las piernas mis deliciosas nalgas y metí un dedo, luego dos y por fin tres, todo estaba en su lugar presto a recibir lo que el destino me deparara.
-Marqués- Pensé mientras mi cara en el espejo me miraba con seriedad. -¿De qué te sirven estos recuerdos? – Sirven, sirven-. Esta noche pondría en ejecución mi mayor plan, estaba recién llegado a París y en el momento justo, una invitación del rey a Versalles, era de suma importancia, máxime que era la presentación de una princesa austriaca que se suponía se cazaría con el Delfín nieto del rey. Era mi regreso a la corte y como siempre mis historias se transformaban en deliciosos chismes cortesanos, en lo que era imbatible. Mi plan era…
La imagen del espejo me miró burlonamente.
Era hora de vestirme y llamar a mi sirviente Jean. Cuando pronuncié su nombre, se abrió la puerta. Increíble como siempre había estado espiándome, era lo habitual, el adorable y ahora refinado campesino nacido en Burdeos se inclinó ante mí.
-Señor Marqués-
Era inevitable, su presencia siempre me inspiraba algo, su hermosura era provocadora.
-Jean, necesito que me chupes el pezón izquierdo- ordené.
-¿Cómo desearía el señor, desnudo, semidesnudo o con ropas?
-Sácate la camisa- respondí. Jean desnudo era un peligro.
El tórax de Jean era admirable, forjado en los viñedos franceses, tenía la brutalidad del trabajo y no la suavidad de la esgrima que tenía el mío.
Jean se acercó, abrió su boca y se prendió a mi pecho, no sin antes decir:
-Con permiso, señor.
Mi sirviente era mi creación, la maestría de su boca se forjó en mi cuerpo, debo reconocer que Jean aprendió rápido y bien, mientras su lengua deleitaba mi pezón izquierdo, observé el derecho que se endureció rápidamente.
-Muy bien Jean, ahora la cabeza- continúe ordenando.
Se arrodilló y empezó a mamarla con suavidad primero y luego con fuerza, involuntariamente casi pongo mis manos en su cabeza pero me detuve, Jean podía hacerme gozar más que nadie pero no era el momento.
-Todo esta en orden y funcionando. Ponte la camisa y ayúdame a vestir- interrumpí.
Un desolado Jean se dirigió hacia la ropa que me había dejado a la mañana mi sastre junto con la cuenta que ni miré. Si no puedo pagar, ¿qué sentido tiene ese papel?
Primero fue la novedosa prenda que llamaban calzoncillos, no todos la usaban, pero yo descubrí que me resultaban muy prácticos sobre todo antes o después del sexo, yo los usaba de un fino y trasparente hilo blanco que se pegaba a mi cuerpo y lo dotaba de inquietantes sinuosidades.
Pero, quería lucir mejor que nunca.
-Dime, Jean, ¿no se te ocurre algo para que se me note más el bulto?
-El señor Marqués puede ponerse un poco de relleno.
-Imbecil!!¿Acaso la tengo chica?-
-No señor, su pene es el más grande del mundo- respondió temblando.
-Bien, entonces que se note- agregué violentamente.
Jean se levantó, busco un pañuelo, dos cintas que unió y ato. Recogió mis testículos y mi trozo semiexcitado los levantó con el pañuelo, atando las cintas a mi cintura, simple, elegante y efectivo, desconfíe.
-¿Dónde aprendiste esta maniobra?-
-En ningún lado, señor-Me estaba mintiendo. Le retorcí la oreja, mientras le gritaba:
-Dime la verdad-Dando media vuelta a su oreja.
-Me duele señor, el Duque de Orleans lo llevaba puesto –Tartamudeo, mientras le soltaba la oreja.
-¿Cuándo lo viste al duque?- pregunté molesto.
-Anoche, señor, como usted se fue a dormir acudí al llamado del señor duque-
Bufe, como hace un año que no le pago a Jean le permito ciertas libertades, pero estaba irritado.
-Orleans la tiene muy chica-musité.-
-Muy, pero muy chica señor-
-¿Te pagó?- Miré con arrepentimiento su colorada oreja.
-Si señor, pero poco-respondió.
-Los Orleans son muy amarretes, guardan plata porque siempre están conspirando contra los Borbones, no te convienen –Concluí intentando dar por terminado un asunto que me fastidiaba y no por los Orleans, sino por Jean.
-Si esta noche se da mi plan, ni tu ni yo tendremos que andar saltando de cama en cama- Dije en vos baja mientras acariciaba su oreja.
Terminé de acomodar mi bulto mientras Jean me ponía medias de seda blanca.
Luego los ajustados calzones de terciopelo, blanco también y bastante opuesto a la tendencia Versalles que indicaba desde hace un tiempo calzones anchos, que seguramente obedecían a la flacura de las piernas del rey. Yo lucía las mías.
Continuaba la camisa blanca de encaje de Flandes transparente y ceñida a mi cuerpo. El chaleco color marfil que marcaba mi estrecha cintura. Tendría que empolvarme la cara, el dorado color del sol romano era demasiado para la corte francesa. Un toque de carmín en mis labios y deseché la posibilidad de lunares que me ofrecía Jean.
La chaqueta marfil de seda y bordada con hilos plateados hacia un diáfano juego con el chaleco. Otra vez me ponía en contra de la moda versallesca, las chaquetas llegaban a las rodillas la mía apenas si a la mitad del muslo lo que me permitía moverla con velocidad y exhibirme. El corbatín de suaves y juguetones encajes fue ceñido a mi cuello.
Escuché la voz de Jean:
-Señor Marqués, la peluca-
No pude ocultar mi fastidio semejante adminículo que había reducido a lo ínfimo posible me resultaba intolerable. Orgulloso de mi negro y rizado pelo, en mi estadía en Roma no había usado peluca ya que el Papa no lo hacia, si bien no se marcaba la moda, se entendía que la peluca era para los pelados.
Jean me la colocó con mucho cuidado, si me la ponía yo, terminaría en el suelo. Las manos de Jean acariciaron mi cuello, me estremecí y sacudí la cabeza ¿Qué me pasaba? Entre los criados ingleses, los mujiks rusos, los toreros españoles, los guardias suizos del Vaticano y mi predilección por Jean las clases bajas ya empezaban a incomodarme. Lo pensaría más adelante.
Le entregué a mi sirviente una pequeña llave; debía elegir de mi joyero algo elegante. Jean se dirigió a un rincón sacó el cofre y lo abrió en silencio. No había mucho, empeñadas todas las joyas de mi madre, de mi padre solo quedaban los gemelos de brillantes y el anillo con el escudo de armas. Elegí esto último una extraña y gran amatista azul había sido engarzada hace dos siglos sobre una montura de oro, un joyero italiano talló y facetó la piedra que en su parte superior llevaba el dibujo de un caballero medieval lanza en ristre, motivo del escudo de armas de nuestra familia. A mi me gusta pensarlo como una gran eyaculación. La coloqué en el anular derecho. Estaba listo miré a mi amigo del espejo, una sonrisa de aprobación me fue devuelta.
Yo Claude, Marqués de la Valliere, no solo era el hombre más hermoso de París y también el más erótico, ahora era el más elegante.
Partí hacia Versalles.
José
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