Vigilancia en el viejo monasterio


El siguiente relato es de la casa


Vigilancia en el viejo monasterio

Me desperté al escuchar un ruido. Tuve que encender una vela porque era noche cerrada y en el viejo monasterio no había electricidad.

Voces. Parecían provenir del granero. Mientras me ponía la sotana pensé en el padre Marcus y su insistencia en que pasara allí la noche. Le preocupaba que algún ladrón se llevara las viejas reliquias mientras la orden decidía qué hacer con ellas antes de que derrumbaran el templo, una semana después.

Yo sabía que Marcus me había elegido a mí porque tengo más pinta de segurata que de sacerdote. Y yo estaba convencido de que iba pasar una buena noche, con la única compañía de las ratas que seguro correteaban entre los viejos muros. Mi gozo en un pozo.

Jamás me he enfrentado a otro ser humano y no me apetecía empezar esa noche. Aún así, pensando en que debía salvaguardar los tesoros de nuestra iglesia, me dirigí, a la mortecina luz de mi vela, hacia el portal del templo y de allí al granero.

Las destartaladas ventanas aparecían débilmente iluminadas. Las voces se habían acallado pero en la quietud de la noche se oían extraños sonidos guturales en su lugar.

Caminé procurando no hacer ruido hasta una grieta de la pared y atisbé por ella el interior del granero. Lo que vi me dejó perplejo.

Había cinco chicos, de entre veinte y veinticinco años de edad. Habían encendido unas pequeñas hogueras a su alrededor, más para obtener luz que calor. Estaban todos completamente desnudos. Dos de ellos se encontraban de pie, otros dos arrodillados y uno en cuclillas. Los dos arrodillados se turnaban para practicar una pecaminosa felación a uno de los chicos, y el que estaba en cuclillas hacía lo propio con el quinto. Me fijé, todavía anonadado, en que los dos que estaban de pie acariciaban las cabezas de los otros tres y los tres que succionaban se acariciaban entre ellos, como si fueran todos amantes de todos. Pensé que allí había mucho pecado pero también mucho amor.

Podía oír claramente los suspiros de los que tenían desocupada la boca y los ruidos de satisfacción de los que la tenían llena.

Hacía aproximadamente dos meses que no había mantenido relaciones sexuales con ningún sacerdote compañero ni ningún feligrés. Casi era la vez que más tiempo había conseguido controlarme, pero encontrar de pronto aquel cuadro celestial de jóvenes hambrientos de placer pudo conmigo y no tardé mucho en dejar la vela en el suelo, desabrocharme la sotana y pasear mis manos, grandes y frías, por mi pecho desnudo, lo cual me produjo un delicioso escalofrío. Fijé mi atención, mientras me acariciaba, en el trasero de uno de los dos arrodillados. En realidad tenía solo una rodilla en el suelo, había apoyado la planta del otro pie, y mientras seguía ocupado llenándose la boca de la carne palpitante de uno de sus compañeros su orto se abría y se cerraba como si supiera que yo observaba desde atrás. La mano de uno de sus amigos le acarició una nalga, los dedos pasearon después por toda la raja, acariciándole el orto que seguía contrayéndose como una extraña y pequeña boca y después, aquellos dedos sensuales y amorosos le palparon con un delicioso roce los huevos dentro de su colgante escroto.

Mis dedos apretaron mis pezones y mi pene dio una deliciosa sacudida, creciendo, creciendo.

Veía las cabezas de los que succionaban, lamían y tragaban moverse acompasadamente. Los que eran mamados de pronto acercaron sus bocas y se besaron. Pude ver la dulce batalla de sus lenguas y sin querer evitarlo por más tiempo me saqué la polla y empecé a meneármela despacio con la mano derecha mientras con la izquierda seguía acariciándome el pecho.
Miré por un momento mi espléndido miembro y dejé caer sobre el glande un generoso chorro de saliva. Después, mientras mi mano lo esparcía suavemente volví a centrar mi atención en aquella escena que unos desconocidos me habían regalado sin saberlo.

Las mamadas continuaban, las manos de todos acariciaban los pechos, las caras, las espaldas, los culos de los demás, los que estaban de pie se seguían besando esporádicamente y cuando no lo hacían observaban fascinados como las bocas de los de abajo se turnaban para darles placer. La saliva corría abundantemente.

Entonces el que en un principio estaba en cuclillas se levantó y ofreció su culo al compañero al que se la había estado mamando. Éste llenó tres dedos de saliva y se los plantó apaciblemente en el orto y a renglón seguido colocó su poderoso miembro, que por vez primera pude ver completo, a las puertas del esfínter que le entregaban y lo coló dentro de un suave empujón mientras sus fuertes manos le sujetaban firmemente las caderas. Pude contemplar, asombrado y en primer plano, la cara de delectación del que acababa de recibir como si tal cosa semejante herramienta en sus entrañas y dejé caer otro abundante chorro de saliva entre mis dedos, para esparcirlo por todo mi duro miembro a continuación.

Conforme era enculado aquel mozo de buena cabida empezó a chorrear baba de puro gusto y uno de sus compañeros aprovechó para llenarle los morros con una pieza bien rígida y de un tamaño nada despreciable. Pronto los dos que le llenaban sus agujeros se acompasaron y el bendito empezó a recibir los golpes de dos pares de cojones tanto en el trasero como en la barbilla al mismo tiempo. Yo seguía soltando saliva sobre mi vara, tan excitado que lo único en lo que podía pensar era en quitarme el resto del atuendo y unirme a aquellos impenitentes y enfrascados pecadores.

Mientras a aquel bendito le bombeaban rabo por delante y por detrás, los otros dos compañeros habían acabado retorciéndose en el suelo, acariciándose y besando mutuamente las partes de sus cuerpos que encontraban a su abasto.

Aceleré mi pajote, decidiendo en aquel preciso instante que debía correrme para evitar la tentación de unirme a ellos.

Me desperté al escuchar un ruido. Tuve que encender una vela porque era noche cerrada y en el viejo monasterio no había electricidad.

Agucé el oído. Nada. No había voces. No tenía sentido ponerme la sotana, el granero estaría vacío, solo había sido un sueño.

Pero había una buena manera para distraerme durante las horas que faltaban para que amaneciera.

Tenía la polla bien dura y como a la mayoría de los que pasamos nuestra vida huyendo de las tentaciones, se me daba de muerte hacerme unos pajotes de campeonato.



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