El siguiente relato es de la casa.
Caminaba hacia la casa de la colina, aquel caserón enorme y en sus tiempos destartalado que había sido testigo de mis primeros romances y algún que otro escarceo sexual. Ahora lo habían reformado y ya no se podía entrar como antes ni recorrer sus habitaciones sin puertas, pasear por sus suelos decorados con colchones raídos ni leer las pintadas de las paredes que hombres desconocidos iban dejando cada verano. Ahora volvía a ser un hogar para alguien. Ya no era un picadero. Y en cierta forma había perdido parte de su encanto.
Me gustaba pasear por allí de vez en cuando, y admirar los acantilados, como cuando era niño y lo hacía acompañado. Me gustaba hacer todo el sendero, desde la cala hasta las ruinas romanas, que ahora también estaban valladas y habían perdido todavía más encanto que el caserón. Me parecía un atentado contra mi adultez. De crío había sido mucho más libre, preguntándome como habría sido vivir en esas construcciones de las que solo quedaba un dibujo de la estructura de cuarenta centímetros de piedra en el suelo y alguna columna partida por el medio. Lo verdaderamente mágico era pensar en ello mientras pisabas el mismo suelo que habían pisado ellos, no observar los caminitos de piedra desde la barrera, negándote la posibilidad de reivindicar que tú sí eres respetuoso con las ruinas y metiéndote sistemáticamente en el saco de los indeseables.
Casi en el lugar donde acababan las ruinas, lo ví. Estaba sentado sobre una roca y contemplaba el pasado con la mirada perdida en el vacío. Debía tener mi edad. Era guapo pero parecía no saberlo, y estaba triste.
Y estaba al otro lado de la valla.
- Hola -saludé.
Tardó un poco en mirarme, como si le hubiera costado volver al presente.
- Hola -dijo. Y mantuvo entonces su mirada sobre mí, quizá demasiado tiempo, analizándome, considerándome o vete tú a saber qué.
Después se puso de pie y se disculpó por haber pisado las ruinas.
- No, no soy del ayuntamiento -aclaré. - ¿Cómo has entrado? ¿Saltando?
- Hay un túnel.
- ¿En serio?
- Detrás de esos arbustos.
Miré y, efectivamente, entre las zarzas había una escalera que se adentraba hacia el subsuelo. Me recordó vagamente a algo que había visto en Perdidos.
- ¿Es seguro? -le pregunté al chico de mirada triste.
- Tiene muy bajo el techo pero no se te caerá encima.
Bajé entonces por aquellas escaleras escavadas en la roca, caminé a tientas en la casi total oscuridad de aquel túnel estrecho, y salí a la luz, al otro lado, con ayuda del desconocido, que tenía unas manos fuertes pero la piel muy suave.
- Bueno, ya estoy aquí –dije, algo incómodo.
Nos quedamos mirándonos sin saber muy bien qué decir, hasta que el chico me tendió la mano.
- Fulgen –dijo, presentándose al más puro estilo de serie americana. – Fulgen Ramis.
- Pep Font –dije yo, contento de volver a tocar su mano. - ¿Vienes mucho por aquí?
- Hacía tiempo que no venía. ¿Tú?
- Una vez cada dos meses, aproximadamente. Este lugar me tira.
- A mí también.
- De niño solía pasarme aquí todas las tardes.
La cara de Fulgen se iluminó al oírme decir eso.
- ¿Cuántos años tienes?
- Veintinueve.
- Yo treinta. Y también venía de crío. Igual nos vimos por aquí.
Pensé que si hubiera visto antes a Fulgen me acordaría de él.
- ¿Subiste alguna vez a la casa de la colina? –le pregunté.
- ¿Bromeas? Me pasaba allí la mayor parte del tiempo –dijo, volviendo a sentarse en la roca.
Me senté a su lado.
- A mí también me gustaba. Una vez hasta me quedé a dormir allí con unos amigos.
- Yo venía con mi hermana y nos inventábamos historias truculentas sobre el pasado de la casa, hacíamos la ouija y… bueno, a veces traíamos a todos nuestros amigos y simplemente, jugábamos al escondite.
- Qué raro que no nos cruzáramos –dije. - ¿Eres de la isla?
- Can Picafort. ¿Tú?
- Pollença. ¿Sabes quien vive ahora en la casa?
- Ni idea. Pero la han dejado preciosa.
- Me pregunto si talaron el roble del jardín de atrás.
- Joder. Recuerdo perfectamente ese roble. Yo escribí mi nombre en él.
- Empieza a sonar a cachondeo, pero yo también escribí mi nombre en el tronco del roble.
- ¿Sabes? Podríamos presentarnos en la casa, llamar a la puerta y decir que queremos ver el roble. Que es parte de nuestro pasado común.
- Lo más seguro es que nos manden a la mierda. Hagámoslo.
De camino al caserón estuvimos hablando un poco de nuestras vidas. Fulgen estaba soltero y sin compromiso, y después de hablarme un rato de cuando tuvo “pareja” (sin referirse a su sexo) llegué a la conclusión de que él también entendía. Yo le conté que hasta hacía una semana tenía novio pero nos habíamos peleado y ahora estábamos tomándonos un descanso.
- ¿No te daba miedo venir tanto por la casa? –le pregunté en cierto momento, cuando ya nos aproximábamos a la verja.
- ¿Miedo?
- Bueno… Estaba hecha un cristo. Había jeringuillas y condones, maletas destrozadas y harapos por todas partes, y todo olía a pis de gato.
- Era una casa abandonada. Tenía el aspecto que debía tener. Además, me obsesionaban las pintadas de las paredes.
- A mí también.
- Todas esas alusiones sexuales. Hombres que dejaban apuntados los horarios a los que iban a la casa para hacer mamadas a otros hombres desconocidos. Yo no estuve con nadie hasta los diecisiete, así que el sexo tenía un halo tan misterioso e inexplicable que me mataba a pajas solo de imaginar lo que pasaría en esa casa cuando yo no estaba. Recuerdo que cuando tenía catorce años leí una pintada en la única puerta que quedaba en su sitio.
- La del baño de arriba.
- Alguien decía que quería conocer a alguien especial para enamorarse. Dejaba hasta su número de teléfono. Copié aquel número y lo guardé durante años sin atreverme a llamar.
Se me pusieron los pelos de punta. En cuanto lo dijo me acordé de que el mensaje era mío. Lo había olvidado por completo.
- ¿Recuerdas el número?
- Nueve-Siete-Uno, ochenta y nueve… Sé que terminaba en catorce, pero…
- Es mi número. Bueno, el número de casa de mis padres.
Fulgen paró en seco y me miró, no sé si con desconfianza o solo estupefacción.
Y entonces, inesperadamente, me abrazó y fue como cerrar un círculo, como encontrar una respuesta. Descubrir que la vida, a veces, puede ser mágica.
Continuará…
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