Tenía que pasar, II


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(El siguiente relato también es de la casa. ¡Dios mío, necesito colaboradores!)


Tenía que pasar, II


Otra pesadilla. La casa de la colina. El labrador. El acantilado. Fulgen…

No percibí su calor en la cama pero aún así estiré el brazo. En efecto, no estaba.

Tardé esta vez un poco más en levantarme. Mi casa, en absoluto silencio y con la oscuridad de la madrugada que ni siquiera podían mitigar los puntitos de luz de los aparatos en stand by, comenzaba a parecerme siniestra. Vivir con Fulgen me estaba empezando a destrozar los nervios.

Cuando al fin reuní el valor para levantarme agucé los sentidos, en busca de un sonido que delatara su presencia. Caminé por la casa (una antigua posesión mallorquina, heredada de mis abuelos, lo bastante grande como para que alguien pudiera esconderse en múltiples lugares) sin encender las luces. Baptista, mi gato, se rozó contra mis piernas desnudas. Le acaricié la cabeza y aprovechando que yo había abierto la puerta de la habitación corrió para meterse en la cama hasta que yo regresara para echarlo.

Mientras recorría sistemáticamente todos los rincones de la casa volví a recordar aquel día mágico, cuando conocí a Fulgen en las ruinas romanas.
Me pregunté cómo habían llegado a torcerse tanto las cosas y por qué no lo vi venir. Pero la respuesta era obvia. Yo no conocía a Fulgen, sólo habíamos “no coincidido” de niños en la casa de la colina. Nadie lo hubiera visto venir, aunque eso no era consuelo.





Fulgen se apartó, tras aquel inesperado abrazo, y me miró con una expresión extraña.

- ¿Sabes que te he estado esperando toda mi vida?

Yo no quería escuchar palabras de amor todavía. Me parecía maravilloso lo que acababa de suceder, pero prefería seguir abrazando su cuerpo desconocido a tener que participar de un compromiso prematuro.

- Llamemos -sugerí, alejándome de él en dirección a la verja.

Poco después un hombre mayor apareció, apoyándose en un bastón, para abrirnos la cancela. Nos saludó y nos hizo acompañarle al interior de la casa, tan diferente ahora a la que recordaba de la infancia, sin preguntarnos siquiera quienes éramos o qué queríamos.

Cuando entramos no reconocí el lugar. Habían tirado tabiques y levantado otros nuevos porque ni siquiera la distribución era la misma.

- La cocina es muy grande –dijo el viejo, hablando por primera vez. Nos condujo hacia la misma, y añadió que todos los electrodomésticos eran nuevos.
- Disculpe, señor. Nosotros no queremos comprar la casa –dije.

Pero Fulgen, que había abierto la nevera y había sacado una huevera de diseño dijo:

- ¿Estás seguro de eso?

El dueño de la casa de la colina nos miró confuso.

- En realidad hemos venido solo para ver si el roble sigue en la parte de atrás. Nosotros jugábamos aquí de niños –expliqué, sintiéndome algo incómodo.
- Yo no descarto comprar la casa –añadió Fulgen.

El hombre nos acompañó entonces a la parte trasera. En el salón que cruzamos estaba el labrador, tumbado delante de la chimenea apagada. El perro me miró y por algún motivo me dio mala espina.




El roble seguía allí, como mudo guardián. Fulgen buscó su nombre y lo encontró enseguida. Me acerqué. Lo había grabado en el tronco con letras mayúsculas pero de pequeño tamaño. Fulgen Ramis y debajo una fecha, 7 – 8 – 1993.

Yo busqué el mío y lo descubrí a la misma altura que el de Fulgen pero en la parte opuesta del tronco. Las letras eran de idéntico tamaño, como grabadas con la misma navaja y la misma mano, y bajo mi nombre, Pep Font, también había una fecha. Y de nuevo se me erizó todo el vello del cuerpo.

- Siete de agosto de mil novecientos noventa y tres –leí. – Estuvimos aquí el mismo día, hicimos lo mismo, pero no nos encontramos.
- Hasta ahora –dijo Fulgen, con una bella sonrisa bosquejada en el semblante.

Quise pensar que no era tan extraño. Ambos jugábamos allí, uno escribiría su nombre en el roble, quizá por la mañana. El otro lo vería por la tarde y decidió dejar también el suyo. Los niños se fijan muchos en los detalles, lo ven todo porque todo es nuevo para ellos. La vida aún no se ha convertido en una sucesión de días iguales.

Uno de los dos vio la firma del otro.

- Nuestras vidas están cruzadas –dijo Fulgen, categórico.
- Nuestros nombres miran hacia lados opuestos –dije yo, cada vez más incómodo sin saber bien el motivo.

Entonces sucedió. Aún a día de hoy no comprendo como acaeció aquello. No tiene ningún sentido. El labrador salió disparado, cruzó el patio y saltó la verja. No vi que persiguiera a ningún pájaro, no había conejo alguno... El dueño de la casa llamó al perro pero éste siguió corriendo en dirección al acantilado. Entonces Fulgen salió tras él. Saltó la verja sin dificultad y corrió en pos del animal. El dueño y yo nos acercamos a la verja a tiempo de contemplar horrorizados como el labrador se tiraba al vacío.

Y detrás del perro, Fulgen hizo lo mismo.

Conozco el lugar perfectamente. Nadie sobrevive a esa caída. Lo más seguro es que ambos se hubieran estampado contra las rocas.

Cuando me asomé, como en un sueño, al borde del acantilado, no vi a ninguno de los dos.

Siete horas después, al anochecer, la policía costera dio por concluida la búsqueda con la intención de continuar al día siguiente. Yo fui incapaz de marcharme de allí y el viejo me ofreció una habitación en su casa para pasar la noche.

A las cinco de la madrugada llamaron a la puerta. El viejo me despertó y fuimos juntos a abrir, convencidos de que un pescador había encontrado los cuerpos del hombre y el perro. Pero en el umbral encontramos a Fulgen empapado, ileso, con el perro muerto en sus brazos y llorando desconsoladamente.

Estuvo tres días sin hablar. Ni siquiera la policía le consiguió sacar un relato de lo sucedido. Yo me quedé todo el tiempo a su lado y, de hecho, estamos saliendo desde entonces. Pero no habla de lo que pasó, de cómo pudo sobrevivir a esa caída ni de donde estuvo tantas horas.




Después de recorrer casi toda la casa, en silencio y sin encender las luces, me dirigí a la habitación de mis abuelos, el único lugar que aún no había explorado. La puerta estaba entornada. La cama aparecía vacía, el armario cerrado. Cuando ya iba a volver a mi cuarto, convencido de que Fulgen se había ido otra vez en mitad de la noche, vi un pie asomado tras la pata de la cama.

Encendí la luz. Fulgen estaba hecho un ovillo en el suelo. Se había dormido llorando. De hecho, creo que lloraba en sueños. Lo desperté y lo llevé a nuestra cama. Me pidió perdón y me dijo que conseguiría curar su alma. Me lo prometió. Yo le dije que si de verdad quería curar su alma, dejara de tirar las pastillas al retrete.


Continuará…


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