En la frontera del agujero negro



El siguiente relato es de la casa.


En la frontera del agujero negro

Estaba haciendo mi ronda de las 21, cuando vi al primer oficial llamar con los nudillos a la puerta del capitán. Me pareció cuando menos curioso que no usara el intercomunicador. El capitán abrió la puerta enseguida y vi que estaba en bata, como si acabara de darse una ducha sónica o estuviera a punto de acostarse. El primer oficial entró raudo y el capitán apresuró el sellado de la puerta de forma manual.

Algo en la forma de actuar de ambos llamó mi atención y como buen alférez de seguridad me acerqué a una consola de las muchas que hay en los pasadizos de nuestra nave estelar para comprobar que todo estuviera en orden en los aposentos del capitán.

La privacidad de sus aposentos estaba al máximo nivel, pero me conozco algunos trucos. Tecleé las órdenes oportunas en el teclado virtual de la consola y enseguida tuve una imagen de las fuentes de calor del camarote en cuestión. Ajusté varios parámetros para eliminar los datos térmicos de los relés de la propia nave, de las luces y de cualquier otra fuente de calor no humana y solo quedaron dos figuras compuestas de diferentes tonalidades de rojo, muy cerca la una de la otra.

Sabía cual de las dos figuras era la del capitán porque era más bajo que el primer oficial, y éste, a su vez, bastante más corpulento. Estaban tan cerca que supuse que el señor Maxwell le estaba informando de algo extremadamente secreto al capitán. Seguro que era algo relativo a las negociaciones con los Tralownes. Pretendían formar parte de la Alianza, pero lo tenían todo en contra. Hacía muy poco tiempo que habían comenzado la conquista del espacio y aún estallaban guerras entre los diferentes territorios de su planeta. Lo tenían bastante crudo, y además no eran de fiar. Llevo el suficiente tiempo en este trabajo como para saber cuando algo huele mal, y el embajador tralownita, que ahora permanecía en su camarote contra su voluntad, despedía un olor nauseabundo (metafóricamente hablando).

Maxwell, el primer oficial, seguía dando el parte. Las dos figuras permanecían inmóviles, muy cerca la una de la otra. Hice un escáner para asegurarme de que todo estaba bien, que Maxwell no llevaba encima nada extraño ni peligroso para el capitán (más de una vez fuerzas alienígenas se han apoderado de un oficial en esta nave para hacerse con el control del puente de mando) y como vi que todo estaba en orden me dispuse a apagar la consola y continuar con la ronda.

Sin embargo, algo me demoró. El primer oficial había llamado a la puerta con los nudillos. Aquello seguía siendo extraño. Sólo había un motivo para llamar a una puerta de esa forma, y era para que la computadora central no guardara registro de esa llamada. Si uno debía regirse por el registro, no tendría forma de averiguar que el primer oficial había estado en el camarote del capitán. Eso quizá tuviera sentido en las circunstancias actuales. No podíamos fiarnos de que no hubiera un espía tralownita infiltrado en los sistemas. Pero, por otra parte, era lo más normal del mundo que el primer oficial y el capitán de una nave se reunieran a cualquier hora del día, y no había ningún motivo para ocultar eso, ni siquiera a un espía.

Por todo esto no cerré la consola inmediatamente, y pude ver asombrado lo que ocurría a continuación. Las dos figuras se convirtieron en una. No quiero decir que licuaran sus respectivas materias y se fundieran en un solo ser, sino que se abrazaron íntimamente, lo cual a mí me sorprendió más que si hubiera ocurrido lo que acabo de exponer. Ninguno de los dos me parecía un hombre dado a las muestras de afecto. Maxwell debía haberle dado al capitán una muy mala noticia para tener que prestarle consuelo de forma tan vehemente. Si no fuera porque los conocía bien a ambos hubiera jurado que además se estaban besando, pero aquello era imposible. Maxwell era un mujeriego empedernido, tenía una alienígena en cada puerto espacial, y el capitán estaba felizmente casado desde hacía una década. Cierto que su esposa estaba en la Tierra y la veía dos o tres días al mes, pero cuando esos momentos se acercaban la mirada del capitán se iluminaba y uno sabía que seguía tan enamorado como el primer día.

Sin embargo los minutos pasaban y las figuras de Maxwell y el capitán seguían abrazadas, y yo no podía seguir fingiendo que aquello no eran besos porque eran besos apasionados y las manos de ambos exploraban el cuerpo del otro. En determinado momento una fuente térmica cayó al suelo y el ordenador la eliminó de la ecuación por mis órdenes previas: El capitán se había desecho de la bata. Poco después más fuentes térmicas se desprendieron del cuerpo del primer oficial.

Miré hacia los lados, preocupado por si aparecía alguien por algún extremo del pasadizo en el que me encontraba, consciente de que había sobrepasado los límites de lo estrictamente profesional para convertirme en un fisgón, pero era incapaz de apagar la consola sin saber si la cosa iría a mayores.

Y tardó muy poco en ir a mayores. A muy mayores.




La figura más pequeña, la del capitán, ayudó al primer oficial a desprenderse de las últimas piezas de su vestimenta, entre ellas su ropa interior cuya representación térmica era de un rojo mucho más intenso que el del resto de piezas, y que al caer al suelo el ordenador también eliminó.

Entonces el cuerpo del capitán disminuyó de tamaño y comprendí que se había puesto de rodillas. Con manos temblorosas modifiqué la perspectiva para poder ver claramente ambas figuras de perfil, y amplié la zona correspondiente al rostro del capitán. Tenía la nariz a escasos centímetros del miembro viril del primer oficial, que aparecía en mi pantalla de un carmesí violento debido a la acumulación de la sangre. Su falo era mucho más grande de lo que había supuesto (lo admito, alguna vez me había imaginado al primer oficial desnudo, era un hombre que me atraía muchísimo).

Jamás me había imaginado, sin embargo, que el capitán pudiera hacerle una mamada. Al contrario, quizá. El capitán tenía ese halo de autoridad, de yo soy el que manda aquí y si le comen la polla a alguien ha de ser a mí. Pero las mediciones térmicas no mentían, el capitán era tan chupapollas como el que más. Y seguro que se lo estaba pasando de puta madre. Es cierto que sentí una envidia sana. También es cierto que la escena me había puesto caliente y la verga se me notaba muchísimo con el uniforme tan ajustado que nos hacían llevar en la Unidad. Y más cierto aún es que si alguien aparecía en ese momento vería a quince metros de distancia mi erección y pensaría que estaba viendo pornoholografías en los pasillos, lo cual era casi cierto. Pero no podía apartar los ojos de la pantalla.

El capitán parecía un experto mamón. Su cabeza hacía molinetes amorrada al cipote del primer oficial, cuya figura térmica se estremecía de placer ante mis ojos. Me pasé la mano por el bulto que hacía mi pija aprisionada por el uniforme y me recorrió un escalofrío. Aquello era demasiado. No era solamente por la situación en sí, sino por los protagonistas. Los dos hombres más importantes de la nave tenían una aventura. Quedaban a escondidas. Se besaban, se abrazaban y se comían las pollas. Y yo lo sabía. No debía saberlo pero lo sabía. Y cuando llegara a mi camarote me haría una paja brutal, un pajote larguísimo, recordando esos calores. Eso no me lo quitaba nadie.

Entonces sonó mi comunicador de solapa. Me dio un susto de muerte y con el pasadizo tan vacío, el ruido se extendió delator en todas direcciones. Le di un golpe para hacerlo callar, pero eso era el equivalente a responder la llamada, y la voz de Owen, el jefe de seguridad de la nave (mi jefe) sonó más estridente que el propio tono de llamada.

- Fred, ¿dónde estás?

A todo esto, la figura térmica del capitán se había detenido en seco y permanecía a la escucha con todo el vergajo del primer oficial en la boca. Maxwell, a su vez, también parecía haberse puesto en tensión.

No tuve más remedio que contestar a Owen en voz alta. Si no, daría a entender al capitán y al primer oficial que estaba al tanto de lo que hacían dentro del camarote.

- Estoy haciendo la ronda, jefe.
- ¿Estás cerca del camarote del capitán?
- Justo enfrente.
- He intentado llamarle tres veces pero ha apagado los comunicadores. No es propio de él.
- ¿Ocurre algo, Owen?
- Hay tres naves desconocidas acercándose al perímetro. No se identifican. Podrían ser hostiles. Trae al capitán ahora mismo, aunque tengas que sacarlo de la cama desnudo.

Owen era amigo íntimo del capitán (aunque seguro que no tan íntimo como el primer oficial) y era una de las pocas personas que se permitían hablar de él de forma tan irrespetuosa, quizá precisamente porque sabía que no habría consecuencias.

- Entendido –le di otro golpe al intercomunicador de solapa para cortar la conexión, borré los datos de lo que había estado haciendo en la consola y la apagué rápidamente.

Una curiosa sensación de regocijo me atravesó el espinazo. Yo sabía, y ellos no sabían que yo sabía, y ahora iba a llamar a la puerta sabiendo que ellos estaban vistiéndose a toda prisa. Delicioso.

No les di ni un segundo de tregua. En cuatro zancadas me planté delante de la puerta y estuve a punto de llamar con los nudillos, pero me contuve. Aquello me habría delatado y no parecía muy conveniente. Llamé al timbre de la forma clásica, (dándole al botón) y esperé. Me pregunté cómo se las apañarían. ¿Se escondería Maxwell en la ducha?

- ¡Un momento! –se oyó al capitán tras mi segundo timbrazo.

Poco después la puerta se abría y el capitán salía a mi encuentro completamente vestido con su particular y engalanado uniforme. Detrás de él, el primer oficial Maxwell salió, ligeramente ruborizado. Antes de que la puerta se cerrara pude ver, debajo de una mesita anclada al piso, unos calzoncillos que seguro pertenecían al primer oficial y que aún debían conservar su calor.


Continuará…

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