En la frontera del agujero negro, II


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(El siguiente relato es de la casa)

En la frontera del agujero negro, II


Subimos los tres a puente en el mismo presascensor, en silencio (en un silencio embarazoso). El primer oficial Maxwell, situado a mi derecha, miraba hacia el vacío. El capitán nos daba la espalda, delante de la puerta, y esperaba a que ésta se abriera poniendo cada tres segundos el peso de su cuerpo sobre las puntas de sus pies. Me dije que era normal que estuviera nervioso: Toda esa energía sexual recién frustrada tenía que salir por algún sitio.

Llegamos a destino, la puerta del presascensor se abrió y nos encontramos con un puente que bullía de excitación.

- Oficial, informe –le dijo el capitán al oficial científico al que había dejado al mando, mientras caminaba muy erguido hacia su sillón.
- Acabamos de identificar las naves, capitán. Son naves mineras de Alfa Nueve.
- ¿Por qué no se identificaban?
- Incompatibilidad entre nuestros sistemas de transmisión y los suyos, capitán.
- Entonces, ¿está solucionado?
- Afirmativo, capitán –contestó el oficial científico poniéndose recto como un palo.
- En ese caso volveré a la cama. Sigue usted al mando, oficial. Y… la próxima vez que desee interrumpir mi sueño asegúrese de que ocurre algo de verdad. El capitán también necesita descansar.
- Por supuesto, capitán.

El capitán se metió en el presascensor y cuando la puerta ya se cerraba la sujetó.

- Maxwell –le dijo al primer oficial. -¿Usted también había terminado su turno?

El primer oficial agradeció el cable y se metió corriendo en el ascensor con el capitán. Yo, por mi parte, salí por la otra esquina del puente y me dirigí a los ascensores de la cubierta siete, convencido de que el capitán y su primer oficial iban a acabar lo que habían dejado a medias e ideando formas de no perdérmelo.

Llegué a mi camarote y calculé que me quedaban treinta segundos antes de que el capitán y Maxwell llegaran a los aposentos del primero, si es que se dirigían allí de nuevo.

Abrí mi consola personal y trasferí a través del replicador de alimentos una araña espía al camarote del capitán. Me estaba jugando mi carrera, podría enfrentarme a un consejo de guerra o algo peor, pero estaba cachondo, y cuando me calentaba mis neuronas buenas dejaban de funcionar. (Seguramente mis neuronas buenas se estaban haciendo mamadas las unas a las otras).

Materialicé la araña en el replicador del capitán y tuve el tiempo justo de colocarla sobre una horrible lámpara que había junto a su lecho, antes de que la puerta se abriera y entraran mis dos superiores comiéndose las bocas ya desde el pasillo.

Había ajustado la lente de la araña para que siguiera el movimiento del objeto más grande. Así que cuando el capitán se metió un momento en el baño para mear, la cámara no lo siguió a él sino al primer oficial, que se sentó en la cama a esperarlo.

Como la pantalla de mi consola se me antojaba pequeña apagué las luces y proyecté la imágenes que me enviaba la araña en forma tridimensional en todo el ancho de mi camarote. Era como estar en la cama con ellos. Me tumbé en la mía y me fui quitando la ropa mientras Maxwell se iba desatando las botas. El primer oficial estaba buenísimo. Maxwell era el sueño de cualquier culo hambriento. Era un macho en estado puro. Era El Hombre.

El capitán se demoró un poco en el baño, quizá perfumándose o preparando algún juguete sexual, y Maxwell se fue quitando el uniforme tranquilamente mientras esperaba. Y lo hacía de una forma muy sensual, como si supiera que era observado aunque era imposible (la araña es casi microscópica, a simple vista le parecería un grano de polvo sobre la lámpara).

Yo me quedé pronto en cueros. No podía dejar de magrearme la polla. Tenía al primer oficial desnudándose delante de mis ojos, como si estuviera en mi propia habitación. Podía mirar sus ojos azules y perderme en ellos, acercarme lo suficiente como para notar si se había mojado los labios con la lengua. Podía incluso acercarme a sus huevos, ver con mis propios ojos el movimiento que hacían sus testículos dentro del escroto e imaginar que me los metía en la boca. Jamás se me había ocurrido espiar a nadie con una araña, porque la privacidad era sagrada en la Alianza, pero estando allí tumbado, con la polla golpeando furiosa contra mi ombligo y el primer oficial ya completamente desnudo a los pies de mi cama comprendí que había abierto una puerta que ya no sería capaz de cerrar, aunque me costara la profesión, el honor o la propia libertad.




El capitán apareció por fin. Se había quitado el uniforme. Empujó el torso de Maxwell hasta conseguir que se tumbara en la cama y mientras lo besaba le pasó una mano por el pecho velludo y le rodeó un pezón con la punta de sus dedos. Maxwell se retorció de placer, el capitán lamió su boca con glotonería mientras le estimulaba esta vez ambos pezones en vista de que parecía excitarlo bastante y yo empecé a pajearme como un desquiciado.

Maxwell tenía ya una erección brutal. El capitán repartió besos bajando de su boca a su barbilla, al cuello, al hombro, al brazo y acabó amorrándose a un pezón del oficial mientras sus manos buscaban su miembro, le acariciaban suavemente los cojones y luego se cerraban en torno a la vara y empezaban a hacerle una suave paja que Maxwell pareció no poder soportar. Yo estaba tan salido que tuve que aplacar mi ansia para no derramarme tan pronto.

Maxwell había cerrado los ojos y se había entregado por completo al disfrute. La boca del capitán jugaba sin descanso ora con un pezón, ora con el otro, y sus manos no paraban de pajearlo, de acariciar sus huevos o explorar sin presiones su ano. Solo de ver la cara de gusto del primer oficial, de notar sus leves espasmos de placer, me entraban ganas de correrme, de soltar la lefa y celebrar el disfrute de aquel macho con mi propia leche, aunque fuera sobre mi colchón y no sobre él.
Cuando creía que lo había visto todo, que un hombre no podía gozar más, Maxwell, el primer oficial, se dejó ir, perdió las inhibiciones y un reguero de saliva le cayó por la comisura de la boca y rodó por su cuidada barba de tres días. Maxwell estaba rezumando saliva de gusto, el puto capitán no se daba cuenta y yo estuve a punto de correrme sin remedio, pero no sé cómo conseguí contenerme.

Yo amaba a ese hombre. Tenía que hacerlo mío. En aquel momento lo comprendí, lo vi claro. El primer oficial tenía que ser mío. Esa boca sensual que salivaba de placer tenía que recibir mi semen. Esos ojos azules debían cruzarse con los míos en el momento en que lo penetrara. Ese cuerpo increíble tenía que temblar de deleite entre mis brazos. El primer oficial Maxwell me pertenecía aunque él todavía no lo supiera.

Me acerqué a su miembro, aprovechando que el capitán aún le lamía el pecho, y observé como la mano diestra del capitán lo descapullaba y volvía a encerrarlo en su cárcel de piel lentamente, una y otra vez. En aquel preciso instante, mientras aquella polla extraordinaria me cegaba la visión y embotaba mis sentidos y mi cuerpo se moría por tocarla, por olerla, por sentirla, por probarla, por poseerla y por confinarla, comprendí que odiaba al capitán con toda mi alma.

Me levanté e hice lo mismo con las imágenes que me enviaba la araña que con las que había obtenido antes de las lecturas térmicas de la habitación: restar lo que no me interesaba de la ecuación.

Eliminé al capitán. A partir de ese momento solo había un cuerpo, el del primer oficial, y las áreas que por causa del cuerpo del capitán (o de su boca) quedaban ocultas, el ordenador las rellenaba con imágenes ya tomadas. Aunque el capitán se metiera en su asqueroso culo la verga de mi primer oficial o la ocultara completamente entre sus labios, yo seguiría disfrutando del cuerpo desnudo de Maxwell sin su inoportuna e inconveniente intromisión.

Cuando Maxwell se dio la vuelta y ofreció su culo, solo estaba yo para darle lengua.
Cuando su rostro se desencajó de gozo y su cuerpo se estremeció por los embates fue mi verga la que lo follaba.
Cuando de nuevo perdió el control y un reguero de saliva le rodó por la barbilla fue mi boca quien besó su boca.
Cuando enajenados de placer nos corrimos a la vez fue mi leche la que le llenó la cara.


Continuará…

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