Desdeñoso Marqués, II


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Título: Desdeñoso Marqués, II
Autor: José



Atravesé los jardines y mi carruaje se detuvo en la puerta de ceremonias de palacio. Me adelanté y Jean me dio la mano para bajar del carruaje. Envuelto en una capa negra con forro de seda blanco, atravesé la puerta de ceremonias; me quitaron la capa y Alphonse, el gran mayordomo, se inclinó con una sonrisa:

-Oh, Marqués, qué alegría. ¿De vuelta en París?- Preguntó cortésmente.
-Sí, mi querido Alphonse –mientras extendía mi mano derecha ayudándolo a incorporarse.
-Como siempre, el señor Marqués desea ser anunciado, ¿verdad?
-Sí, Alphonse, es bueno volver a casa.

Para entrar al salón del trono existían dos posibilidades, ser anunciado y caminar cincuenta metros o deslizarse por los pasillos para formar parte de la gente. La segunda posibilidad nunca había sido usada por mí.

-El señor Marqués se halla ubicado a la izquierda del trono, junto al duque de Orleans y el conde de Valmon- explicó el mayordomo real.

Los pajes abrieron las enormes puertas del salón mientras Alphonse anunciaba con su clara voz:

-Su Excelencia, Claude Marqués de la Valliere.-

El murmullo cesó y comencé a caminar, el brazo izquierdo entre la chaqueta y mi cuerpo dejaba al descubierto las bellas líneas de mis piernas, mi prominente bulto y mi estrecha cintura. La mano derecha apoyada en mi pecho llevaba el clásico pañuelo de encajes, la amatista reflejó la luz de cientos gruesos candelabros.

Con paso animado como indicaba el protocolo, por ser miembro de la corte, me dirigí hacia mi lugar, mientras saludaba a ambos lados. Todo la aristocracia parisina estaba presente, había elegido bien cuando regresar. Los trajes multicolores de la corte rojos, verdes, dorados, violetas y amarillo naranja realzaban aun más mi sencillo y elegante ropaje. Blanco, marfil y plata me estaban volviendo el blanco de disimuladas miradas. Miré a mi vez, chillonas damas que habían reducido su figura a la mitad dentro de sus atormentadores corsés, empolvados caballeros cuyo abdomen ceñido por fajas los obligaba a echar la cabeza para atrás, multitud de condecoraciones de lugares ignotos que nadie conocía, joyas falsas de cristal veneciano como mi espejo, mucha peluca, (altas y enruladas parecían no tener fin en su tamaño y ocultaban la fealdad de sus dueños). La belleza no necesita pelucas, se muestra y se disfruta. Pero después de todo mi corazón latía precipitadamente. Había regresado a París, el centro del mundo.

Llegué a mi lugar, con un seco movimiento de cabeza saludé al gordito duque de Orleans; que hubiera pasado la noche con Jean era algo que no podía digerir. Me dirigí hacia los Valmon, me incliné ante la condesa, mientra el conde aplaudía levemente con sus manos.

-Qué elegancia de La Valliere, como siempre vuestras entradas son memorables.
-Gracias Valmon, estáis igual que hace un año- solté, ya que Valmon era uno de mis objetivos.
-Se habla mucho de las aventuras en Roma. ¿Cómo esta la Ciudad Eterna? - Interrogó el conde.
-Deliciosamente promiscua –respondí, con una sonrisa y manteniendo su mirada.

El Conde de Valmon me tomó del brazo derecho y comenzó a cuchichear a mi oído. Valmon, una de las fortunas de Francia, quería ser mi amante; todos lo sabían, pero yo tenía mis dudas, sobre todo en lo económico. ¿Estaría dispuesto a mantener mi residencia en París, mi castillo en La Provence, mis criados, mis gastos, arreglaría mis deudas, sostendría el lujoso tren de vida que yo llevaba? Su fortuna y la calentura que sentía por mí se lo permitían, pero estaba la condesa de Valmon con su insaciable sexualidad; para llegar con tranquilidad a la cama del conde, era necesario pasar por su cama y ser exitoso y realmente yo no me excitaba con mujeres. ¿Quizás un trío? Mejor pensarlo más tarde, mi plan principal era….

En ese momento anunciaron a la condesa de Du Barry, amante del rey, advenediza absoluta. Como su antecesora la Pompadour, pertenecía al pueblo. Claro que la Pompadour pasaría a la historia como protectora de músicos y artistas. A la falsa condesa de Du Barry se la recordaría por la crema de coliflor de su autoría, afrodisíaco que le aseguraba las erecciones del ya cincuentón rey. Yo estaba seguro que era un engaño y lo que sí aseguraba era el mal olor de los aposentos reales.

Ubicada a la derecha del trono, Orleans, Valmon y yo fuimos los primeros en presentar un frío saludo.

Inmediatamente anunciaron a su Majestad el Rey quien entró seguido de su nieto Luis, Delfín de Francia. Ocuparon el trono y la silla que enfrentaba al salón. Lo primero que hizo el rey fue llamar a la condesa de Du Barry para que nadie se llamara a engaño, el coliflor parecía efectivo.

La Orquesta del Rey Sol desgranaba una suave música, mientras Valmon se preparaba para atacar de nuevo. Sentado en un sillón rococó empecé a calcular el próximo movimiento del conde. Giré la cabeza hacia el frente y el Delfín me miraba fijamente, me incliné ante el interés del príncipe cuando advertí que por señas requería mi presencia.

Subí los escalones y con elegancia exclame:

-¿Puedo servir en algo a Su Alteza?-
-Querido Marqués, bienvenido a Versalles. Se notó vuestra ausencia- El Delfín, un poco más chico que yo, era muy tímido por lo que decidí ser lo más cortes posible. No me podía hacer el audaz con la monarquía francesa.
-Gracias Su Alteza. En verdad extrañé mucho Versalles- fue mi neutra y cortés respuesta.
-Sentaos, Marqués, después que el Rey invitó a Madame Du Barry, con más razón- ¿Qué estaba diciendo el tímido joven callado que recodaba? Me senté en un silencio expectante.
-Marqués… ¿es cierto lo que se dice de vos y de vuestro viaje, sobre todo a Roma?
-Podéis ser más preciso, señor. Así no contesto generalidades- respondí cautelosamente.
-Se dice que habéis sido el amante del Papa- disparó el príncipe.
-Se equivocaron, señor. Su Santidad fue muy amable, pero nada más- respondí.
-Entonces, ¿de quién habéis sido el amante? Si no fue el Papa tendrá que ser alguien importante.
-Su Eminencia el Cardenal Secretario de Estado me dispensó su atención durante mi estadía en Roma –no podía escaparme de la requisitoria del Delfín.
-El hombre más poderoso de Roma, ¿continuáis siendo afecto al Cardenal? –Caramba, juega fuerte el joven príncipe, pensé.
-Ya no, Alteza. Todo terminó en buenos términos- respondí.
-Entonces, ¿sois libre?- mirándome fijamente.
-Sí, Alteza, libre como un gorrión de París.

Pensé: ¿Te queda claro, Luisito?

Durante la charla estábamos a una aceptable distancia, pero de pronto el príncipe adelantó su rodilla y la clavó en el hueco de la mía. Me quedé inmóvil; era la primera vez que una figura real se acercaba de esta forma y en público.

-Os habéis quedado mudo, Marqués. ¿Pensáis con deseo en el Cardenal?- El delfín sonrió desafiante y apretó su rodilla más aun.
-No señor, mis deseos están en París en este momento- jugada fuerte que me permitió bajar distraídamente la mano y tocar su rodilla.
-Si es así, Marqués, contadme de vuestro viaje, con detalles. El Delfín de Francia no es un gorrión de París.- Nuestras manos comenzaron a acariciarse y yo comencé el relato de mis aventuras en las cortes europeas.

El Delfín reía y reía, quería todo con lujo de detalles y más. Pasado un rato (¿diez minutos?, ¿un siglo?) comenzamos a arañarnos las palmas de las manos, pero yo no decía nada, el asombro y el protocolo me lo impedían y el príncipe, tartamudo y sin respiración, continuaba entregándome sus manos por debajo de nuestras rodillas.

El primer ministro se acercó:

-Perdón, Su Alteza, Marqués, el Rey quiere hablaros.

Nos levantamos y nos acercamos a la grandeza desfalleciente de Luis XV, yo puse mi rodilla en tierra mientras escuchaba las reales palabras:

-Marqués, veo con agrado que mi nieto se divierte con vos. Luego de esta noche hay que preparar su casamiento, quiero que tenga amigos jóvenes y experimentados. Hemos pensado que nos gustaría que entréis al servicio de la monarquía, con dedicación al Delfín. ¿Aceptáis?
-Es un honor y un deber, Sire. Acepto.
-Sea. Desde mañana entráis al servicio de mi nieto el Delfín de Francia. Continuad divirtiéndoos, después viene el deber- dicho lo cual se volvió a la condesa Du Barry.

Me levanté mientras el príncipe me sonreía.

-Claude, Claude, al fin lo logré.
-No entiendo, señor. ¿Me podéis explicar?- Yo estaba aturdido, no sabía lo que pasaba.
-Con tal que me case, mi abuelo dice que sí a todo. Hace tres años que le pedí que os asignara a mi servicio -. El príncipe era feliz, yo no sabía qué hacer.
-¡¡Tres años, señor!! Yo no me di cuenta de nada. Perdonad- y enrojecí.
-Yo quería al hombre más hermoso de Francia para esto. Dadme vuestra mano-. Tomó mi mano derecha, cruzó las piernas y en segundos la principesca pija era mía. Empecé delicadamente a acariciar un buen trozo de carne borbona.
-Mi abuelo dijo desde mañana, ¿puede ser desde esta noche y os mudáis mañana?
-Alteza, yo tampoco puedo esperar.

En el tiempo que llevaba en palacio se concretó el plan o el sueño que no me atrevía a pensar. A mis oídos habían llegado los rumores de la soledad del Delfín, a lo que se sumaba la inexistencia de una o varias amantes, hecho difícil de aceptar en la corte francesa. Juguete del destino y sin proponérmelo entraba en la historia del futuro rey con todos mis problemas resueltos, el conde de Valmon había seguido toda la escena, querido amigo; lo saludé con una inclinación de mi peluca. Sin embargo, el primer traspié se anunciaba.

Las puertas del salón del trono se abrieron. Todos enmudecieron. Alphonse se adelantó unos pasos y exclamó:

-Su Alteza Real María Antonieta de Habsburgo-Lorena, Archiduquesa de Austria.

La orquesta del Rey Sol acompañó el anuncio con la música de un italiano que comenzaba a hacerse famoso en Europa, Vivaldi, y lo que tocaban era para mi oído la conocida “Primavera”.
Sonreí, como toda la aristocracia francesa esperaba una vaca austriaca de anchas caderas y abundantes pechos apta pera la maternidad, en suma un buen vientre para la monarquía francesa.

De la mano del embajador de Austria una grácil figura comenzó a caminar lentamente, se me cayó la mandíbula, era hermosa, elegante, grácil, una verdadera reina, se desplazaba sin dificultad por el salón del trono de Versalles, la austriaca, la extranjera advenediza, la vaca avanzaba con seguridad hacia el Rey y el Delfín.

-Es bella, ¿no es cierto Marqués?- El príncipe me miró con una sonrisa ingenua, no podía responder. Se incorporó y fue al encuentro de la princesa austriaca. El embajador entregó al príncipe la mano de María Antonieta que luego de una inclinación de cabeza continuó acompañada por el Delfín su camino hacia el rey Luis.

Se arrodillaron frente al monarca que se levantó del trono y besó en la frente a la bella niña, no tendría más de veinte años.

Siguió la pesada ceremonia de presentaciones en la que tuve que inclinarme ante una mujer que me provocaba admiración por su belleza y odio por que competiría por el amor del Delfín, mi breve sueño ya se veía amenazado.

El príncipe retomó su asiento a mi lado, pero al lado opuesto se sentó María Antonieta.

-Marqués, ¿en qué estábamos cuando fuimos gratamente interrumpidos?- Introdujo sus manos en mis calzones.
-Precisamente en estos menesteres, Alteza - mientras abría las piernas para que Luis se familiarizara con mi pija. Él a su vez agregó:
-Agarrádmela, por favor, vuestras manos son agradables- La utilidad de las largas chaquetas se hizo evidente, el Delfín tapó mi mano que acariciaba su real pene, yo me tuve que inclinar un poco para ocultar sus ansiosas e inexpertas manos.
-Decidme algo agradable- susurro el Delfín.
-Esta noche os rompo todo, Luis XVI.
-Marqués, sois incorregible, esas cosas no se dicen, traen mala suerte, apretad, apretad más, por favor- Suspiró mientras su cabeza reposaba en su asiento.

María Antonieta me miró, entendía perfectamente lo que sucedía, me sonrío, incliné la cabeza en respuesta mientras pensaba, en tu coño está el futuro de la monarquía francesa, pero en mis manos está la pija más poderosa de Francia. Había declarado la guerra. Mientras Luis suspiraba empecé a reclutar soldados. ¿El primero? Por supuesto el hermoso Jean. Necesitaba una música guerrera. Nada mejor que la adorable canción que compuso la institutriz del Delfín, Madame de Poitrine y que luego fue adoptada por las principales familias francesas, Malbrough s'en va-t-en guerre:


Malbrough s'en va-t-en guerre.
mironton, mironton, mirontaine,
Malbrough s'en va-t-en guerre,
on n' sait quand il reviendra.

Il reviendra-z-à Pâques,
mironton, mironton, mirontaine,
Il reviendra-z-à Pâques,
ou à la Trinité.

La Trinité se passe,
mironton, mironton, mirontaine,
la Trinité se passe,
Malbrough ne revient pas..

Elle voit venir son page,
mironton, mironton, mirontaine,
elle voit venir son page,
tout de noir habillé.


Monsieur Malbrough est mort.
mironton, mironton, mirontaine,
Monsieur Malbrough est mort.
Est mort et enterré.


José




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