En la frontera del agujero negro, IV
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(El siguiente relato es de la casa)
En la frontera del agujero negro, IV
Faltaban cinco minutos para las 18. Me había puesto guapo y me dirigía a los aposentos del primer oficial con una botella de vino de Qebehut (un planeta conocido por una cepa de uva cuya peor elaboración deja en bragas a un Cabernet Sauvignon), cuando me crucé con el capitán, precisamente con el capitán, a escasos metros de mi destino.
- Alférez… -dijo, mirándome de arriba abajo.
- Capitán. – No me había dado tiempo de esconder la botella.
- ¿Tiene una cita con el Primer Oficial?
- ¿Una cita, señor?
- ¿Va a darle un masaje?
- Sí, señor –contesté, comprendiendo que no valdría de nada mentir.
- ¿Usted a él, o él a usted?
- Él a mí, capitán. El Primer Oficial insistió.
- No me cabe la menor duda. Hágame el favor de pasarse por mi despacho cuando termine con Maxwell. ¿Lo ha entendido, Alférez?
- Por supuesto, señor.
El capitán se alejó pasillo abajo y yo tragué saliva.
Estuve tentado de volver a mi camarote, colgar una soga de la mampara superior y ahorcarme. En lugar de eso, llamé al timbre.
- Adelante –escuché la masculina voz de Maxwell al otro lado.
La puerta se deslizó y entré.
- Cierre la puerta, por favor –dijo su voz desde el baño.
- Ya se ha cerrado.
- Asegúrela. No queremos que nadie nos moleste.
Pulsé la combinación adecuada en el panel y después miré a mi alrededor.
La habitación era acogedora. Nunca había estado en los aposentos del primer oficial y me pareció el espacio perfecto para el seductor que él era, sobretodo cuando vi la cama redonda en la sala contigua.
- Puede ir quitándose la ropa.
Obedecí, bastante nervioso.
Había colocado una cama para masajes en el centro de la estancia, aunque me pareció demasiado baja para que pudiera ser cómoda para él.
Me quité la chaqueta del uniforme, la ceñida camiseta con el emblema de la Alianza y cuando me desabrochaba los pantalones Maxwell salió del baño.
Llevaba dos pequeños frascos en una mano, pero mis ojos no se fijaron demasiado en ellos. Se fueron directos a su miembro, que estaba en reposo y bajo el cual colgaban dos cojones peludos, grandes y apetitosos. Maxwell estaba completamente desnudo.
- Adelante, quítese eso –dijo, como si fuera lo más normal del mundo recibir así a la gente.
Intenté quitarme los pantalones sin desabrocharme antes las botas y casi me vi en el suelo.
- Espere, lo ayudo.
Maxwell me sujetó de un brazo. Yo me agaché para desabrocharme una bota consciente de que su verga colgaba ahora cerca de mi oreja izquierda. Mi polla empezó a crecer rápidamente y supe que cuando acabara de quitarme la ropa ya estaría irremisiblemente berraco.
Conseguí quitarme ambas botas y desprenderme de los pantalones y la ropa interior sin rozarle sus atrayentes partes. No pude ocultar mi brutal erección, pero él tampoco dio muestras de haberla visto. Me pidió que me tumbara en la cama boca abajo. Lo hice.
- Esto que va a sentir ahora en la piel es un aceite de Cinópolis. Multiplica por quinientos la sensibilidad de la epidermis humana. Durante los primeros segundos creerá que es doloroso, pero después descubrirá que es lo más placentero que jamás pueda llegar a sentir. O casi.
Sentí sus manos en mi espalda y quise gritar. Aquello era el infierno en vida.
- Ya verá, en unos segundos empezará a sentirlo.
Intenté tragarme las maldiciones que salían escopeteadas de mi boca, porque comprendía que podía meterme en apuros acordarme de la madre de un superior.
- Piense que le estoy dando el aceite con mis propias manos.
- Estará hecho de otra pastaaaaaaa –grité, sin aguantarlo ni un segundo más.
Entonces la quemazón, propia más del ergotismo (enfermedad que mataba a mucha gente en la edad media) que de un aceite para masajes, desapareció, y en su lugar sentí las partículas de aire sobre mi piel. Maxwell había retirado las manos al notar el cambio.
- Ya empieza… -dijo.
- Sí… -secundé.
- Cuando vuelva a tocarlo sentirá mis manos como si fueran parte de su ser.
- Sí…
- El placer recorrerá todo su cuerpo en exquisitas oleadas.
- Sí… Qué bien…
Maxwell empezó a dosificarme aceite de Cinópolis por las piernas, lugar que aún no había tocado. Sin embargo el placer se había extendido ya a todo mi cuerpo y la aplicación de aquel extraño gel en nuevas zonas de mi anatomía no me produjo en absoluto la misma primera mala impresión. Era como si mi piel fuera más consciente de mi entorno que mis propios ojos. Podía sentir la cercanía o lejanía de los muebles de la habitación. Podía sentir el calor que desprendía el cuerpo de Maxwell. Podía saber que su miembro había empezado a endurecerse sin necesidad de verlo ni tocarlo. Era como convertirse en una especie de antena parabólica humana. Una antena caliente. Recibía ondas de sensualidad que provenían de todas partes. La nave entera bullía de sensualidad. Maxwell me sopló en la espalda y creí morirme de gusto. Entonces empezó a darme aceite en los hombros y comprendí la finalidad de aquella cama tan baja. Maxwell se apoyó en mí, se medio recostó encima de mis nalgas para poder llegar cómodamente a mis hombros. Sentir su peso sobre mi cuerpo fue quinientas veces más delicioso de lo que lo hubiera sido en circunstancias normales, pero lo verdaderamente bestial fue sentir sus cojones y su tremenda erección sobre la piel de mi trasero. Era salvajemente consciente de cada centímetro de su falo y del tacto de su escroto sobre mis corpúsculos. Si hacía unos días había admirado el baile de sus huevos de cerca gracias a la araña, ahora podía sentir el movimiento que hacían sus testículos sobre mi nalga.
Mientras me acariciaba los hombros con aquel líquido milagroso, Maxwell me besó. Me besó dulcemente la oreja. Sentí sus labios carnosos, su cuidada barba me rozó el lóbulo… y me corrí.
Sin remedio. Me fui, me vine. Me derramé entero. Expulsé toda la leche en los mejores veinte trallazos de mi vida. Sentí con una agudeza sobrenatural como mi esperma caliente mojaba la cama y me empapaba el ombligo. Mi cuerpo convulsionó como si sufriera un ataque epiléptico, pero era un ataque de satisfacción animal.
Y después… me desmayé.
Continuará...
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